La basura y el mar devoran el mayor ‘slum’ de Monrovia
Cada vez que vuelve a la playa, los ojos de Confort Nyenetue se paran en el marco de una puerta que la vio crecer. La casa que construyó su madre hace 30 años está ahora en ruinas, con escombros en su interior y rodeada de basura. Apenas unos metros de arena llena de plásticos y niños defecando la separan de un mar que en septiembre de 2020 le robó todas sus pertenencias y la convirtió en una sin techo. “Dormía cuando el agua atravesó la pared rompiendo los ladrillos. Recuerdo que agarré a mis nietos y salí corriendo hacía el colegio. Estaba muy asustada”, rememora.
Las mismas olas que ya han dejado sin hogar a miles de residentes amenazan con sepultar West Point, el mayor barrio chabolista de Monrovia. Aquí viven, según los datos del último censo (2008) cerca de 35.000 personas, aunque las autoridades estiman que la cifra actual ronda las 80.000. Un vecindario de casas tan juntas que a veces hay que pasar de lado. Un lugar donde la pobreza y la droga inundan de preocupaciones la vida de familias ahogadas por el mar y la basura.
Por eso, la Administración había anunciado que el pasado otoño comenzaría la construcción de un muro que protegerá el asentamiento de la costa, aunque la letra pequeña del proyecto revela que, de cumplirse, las obras empezarán a finales de 2022.
“Si no hacen algo pronto, el desastre será peor. Durante la temporada de lluvia, el río se desborda por un lado, y el mar empuja desde el otro”, lamenta Daniel S. Grant, presidente de la Disaster Victims Association (DVA). La organización nació en 2014 tras una de las inundaciones que dejó a cientos de personas sin casa. Ahora, representan a 4.081 afectados por la erosión del mar en esta pequeña península de Liberia.
La ONG trata de ser el enlace entre los perjudicados y la Administración, aunque desde la salida de la expresidenta Ellen-Johnson Sirleaf y la llegada al poder de George Weah (2017) no han recibido respuesta alguna. Son cuatro años enviando cartas a través del representante del distrito. Cuatro años escuchando a hombres y mujeres desesperados que acuden diariamente a la sede porque no tienen otro sitio en el que resguardarse del duro sol que castiga el asfalto.
Es el caso de Lovetee Bryant, que esconde su edad con la misma habilidad que agarra un bolso del que no se despega. Sus pendientes de perlas y un impoluto vestido amarillo lleno de colores dificultan imaginarla como una de las 700 víctimas sin hogar. Apenas 60 familias han sido reubicadas en los últimos siete años, el resto ha tenido que salir adelante por su cuenta. Pero Bryant, como muchas otras mujeres aquí, carece de familia que la pueda acoger. Por eso, vaga por la calle y pide limosna.
“Es vergonzante cuando preguntan y no tenemos nada que darles”, reconoce Grant. “Nuestro sueño es construir un centro para la gestión de catástrofes y acogimiento, pero nadie se preocupa por nosotros. Políticos y organizaciones vienen el día de la conmemoración, nos ponen camisetas y se marchan”.
Inmundicia en una ubicación privilegiada
El otro gran problema al que se enfrenta este asentamiento es la gestión de los residuos. Es costumbre aderezar los desechos, botellas y heces de la playa con arena para ganar metros de tierra y volver a construir durante la temporada seca. Una práctica insalubre que condena a West Point a un boomerang de destrucción sin fin. Cuando la marea baja, edifican. Cuando sube, lo pierden todo.
Con una población similar a Toledo o Fuengirola, no existe un solo contenedor en el que depositar la basura y la estrechez de la única carretera impide el acceso de camiones. La situación ha llevado a los dos gobiernos de una joven democracia nacida 2005 tras dos guerras civiles a plantear el desmantelamiento del barrio, pero nadie se ha atrevido a hacerlo.
“El desarrollo urbanístico es inexistente. No hay baños, institutos, alcantarillado… Pero hay que entender que las personas quieren quedarse, o incluso regresan, porque tienen su economía allí. No hay solución en el corto plazo”, lamenta Francisco M. Juárez, director de Cities Alliance, consorcio mundial alojado en Naciones Unidas que lucha contra la pobreza urbana, en Liberia.
Situado entre el mar y el centro de la ciudad, el slum es un emplazamiento idóneo para una comunidad formada por pescadores y vendedores ambulantes. El coste en transporte es prácticamente inexistente y evita, también, la necesidad de congelar el pescado.
Una opción, considera Juárez, sería desarrollar negocios en otros lugares de la ciudad. Un proyecto que necesita décadas para que la población interprete las nuevas localizaciones como una oportunidad. Con un presupuesto nacional que no alcanza los 500 millones de euros, no parece que la administración vaya a decantarse por esa alternativa.
“Si no tienen carretera, hospitales y un empleo con el que ganarse la vida, está claro que siempre encontrarán la manera de volver. El Gobierno necesita darse cuenta de que reubicar va de la mano de potenciar los servicios básicos”, expone Andrew Senjovu, especialista de seguimiento y evaluación en Cities Alliance.
Dinero y mentiras
Un saco de 50 kilos de arroz y 230 dólares. Esa fue la promesa del Gobierno a los últimos damnificados. Y, aunque no diferencia entre unidades familiares de un miembro o 15, muchos reconocen que la indemnización –tan solo percibida por algunos– les sería suficiente para alquilar un cuarto.
Con una bandera de Liberia al fondo, William C. Weah, máximo representante político del barrio, niega en su despacho la denuncia de las víctimas y se escuda en los gastos de la pandemia para explicar, por ejemplo, la falta de limpieza en la playa.
La reproducción de sus palabras altera el ambiente en la sede de DVA y saca a la luz correos electrónicos en los que se exponen casos de 45 familias que perdieron su hogar en 2020 y no han recibido ni una taza de arroz. La número 36 de esa lista es Mercy Brown, que frunce el ceño al escuchar al delegado: “Sabe que está mintiendo. Somos muchas las mujeres que no hemos cobrado ni un dólar”.
“Hablan, hablan y hablan, pero nadie piensa en las víctimas. Si vinieran aquí y vieran cómo vive la gente sentirían pena. Hay muchos que no tienen nada. ¡Hay 48 niños sin educación porque los padres no pueden permitirse pagar la escuela y tienes que verlos en las calles!”, interrumpe indignado Abraham V. Conneh, uno de los líderes.
Cuando cae el sol, Confort Nyenetue camina a casa de una amiga. Apenas lleva unos días viviendo allí tras pasar más de 370 noches en el colegio con sus cuatro nietos. Después de un año cerrado por la covid-19, y sin intención de volverlo a abrir, en noviembre les pidieron que se marchasen. Otras víctimas acuden a la iglesia o a la mezquita. Musu Boipha es una de ellas y con un suspiro deja escapar: “En Liberia sufrimos hasta para poder dormir”.
Son historias de huida por la falta de planificación. Biografías marcadas por un océano que ya se ha tragado cerca de mil casas. Vecinos condenados cada año a convertirse en la primera línea de defensa de un barrio que los propios ciudadanos de Monrovia evitan pisar. Esto es West Point, el lugar en el que los más pobres, de la que fue considerada tiempo atrás capital más pobre del mundo, nadan a contracorriente luchando por sobrevivir.