En plena sequía histórica, estamos recurriendo a una tecnología medieval casi olvidada: «sembrar» agua
«Como arreglar las cosas poniendo mogollón de cinta aislante». Hace un par de años, el profesor Manuel Herrador decía que estaba «convencido de que en algún momento del futuro la gente mirará cómo construimos hoy en día y pensará lo mismo que cuando nos cuentan que antes los cirujanos hacían sangrías y cataplasmas». Herrador sabe de lo que habla, es profesor de Hormigón Estructural en la Universidade da Coruña y lleva años muy interesado en cómo será ese hormigón en el mundo que viene.
No he podido dejar de pensar en esa idea mientras me alejaba de la presa «sin uso» de Rules y llegaba a los pueblos blancos de la Alpujarra granadina. Ahí, en apenas un puñado de kilómetros se puede ver un caso de libro en el que hemos intentado arreglar con «mucha fuerza bruta», cosas que podrían hacerse de forma mucho más quirúrgica, mucho más económica y mucho más sostenible. Y todo ello con una tecnología medieval que está a punto de perderse.
¿Cómo parar el tiempo? Esa es la pregunta que debieron hacerse los agricultores que en pleno medievo (o incluso antes) se dieron cuenta de que sí, Sierra Nevada se llenaba cada año de nieve; pero tal y como llegaba se iba al mar. La piedra de las altas cumbres penibéticas hacía que conforme el deshielo arrancaba, el agua bajara rápidamente hacia el Guadalfeo y, de ahí, llegara el mediterráneo en un abrir y cerrar de ojos.
No hay duda que no podían parar la enorme rueda del ciclo del agua, pero ¿podrían ralentizarla? Dicho de otra forma, ¿había alguna manera de ‘entretener’ el agua? La respuesta se llamó «acequia de careo».
Una tecnología medieval… que funciona A diferencia de las acequias normales, las acequias de careo no sirven para distribuir «espacialmente» el agua. Su principal función no es llevar el preciado líquido de los ríos, estanques y torrentes a los terrenos de cultivo. Su objetivo es que «este agua vuelva a aflorar más abajo, aunque en un momento mucho más tardío, posterior al deshielo, permitiendo disponer de agua en el periodo seco estival»: entretenerla. Las acequias de careo eran una tupida red de capitales que intentaban que el agua del deshielo no bajara por los torrentes, sino que fuera ‘tragada’ por la montaña (y, de esta forma, ganar tiempo antes de que saliera a la superficie por fuentes y manantiales).
O, mejor dicho, funcionaba. Durante siglos, ese fue el mecanismo fundamental que permitió la agricultura de montaña en uno de los techos de la península: el agua se movía por las laderas de la sierra, infiltrándola, hasta llegar a simas específicamente identificadas para que el agua se acumulase y filtrara la tierra. Sin embargo, eso se acabó con el éxodo rural y las migraciones a las ciudades. Las grandes acequias de careo de las penibéticas andaluzas han estado más de tres décadas con un funcionamiento más que deficiente.
La vuelta alos orígenes. Afortunadamente, en los últimos años los esfuerzos por recuperarlas y por entenderlas han permitido que vuelvan a la vida. Y no ha sido sencillo: lo primero que aprendieron estos «sembradores de agua» es que las acequias no son suficientes. Había que restaurar las formaciones de enebrales, sabinares y el resto de formaciones vegetales asociadas a estas infraestructuras porque eran claves para estabilizar los suelos y prevenir la erosión.
Es decir, empezaron a comprender que no solo hace falta «fuerza bruta» sino también mucho de «jardinería». Si lo miramos con perspectiva, nos damos cuenta de que Sierra Nevada no es solo una de las montañas más altas del país, sino que es un enorme embalse. Un embalse hecho de acequias, simas, aliviaderos, trampas y represas; pero, sobre todo, un embalse hecho de futuro.