América Latina frente al cambio climático: una crisis que va más allá del daño ambiental
La prolongada sequía en el Cono Sur, las anegaciones en el Caribe y el norte de Suramérica, las olas de calor en distintos puntos del continente y los voraces incendios en Chile, tienen un denominador común: crisis climáticas producidas por el ser humano.
A esto se suma que, en la mayoría de los casos, los Gobiernos han exhibido capacidades limitadas para prevenir o atemperar los efectos de eventos como huracanes, sequías e inundaciones, en un contexto donde las estrategias preventivas deberían ser la norma, tal y como advierte la Organización Meteorológica Mundial (OMM).
Pérdidas económicas
La tragedia medioambiental viene aparejada de cuantiosas pérdidas económicas y desplazamientos forzados de comunidades enteras, que han visto desaparecer sus medios de sustento por causa de eventos naturales favorecidos por acciones humanas.
Según el más reciente informe de la Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDDR, por sus siglas en inglés), en el período 2015-2020, 22,7 millones de personas resultaron afectadas por desastres naturales en América Latina y el Caribe, al tiempo que las pérdidas económicas por esa causa –a precios de 2018– se cuantificaron en 86,1 millones de dólares.
La agencia estima que entre 1997 y 2017, último año para el que están disponibles cifras globales, la región latinoamericana y caribeña concentró el 58 % de todas las pérdidas mundiales atribuibles a desastres climáticos y el 46 % de todas las ocasionadas por desastres naturales.
Un desastre que habla
La desertificación de la cuenca del río Paraná constituye un buen ejemplo de cómo se conjugan las prácticas depredadoras, la ausencia de leyes protectoras del medio ambiente y el cambio climático, para afectar la vida y la economía de amplios territorios.
En el verano austral de 2023, además de registrarse temperaturas récord, el cauce del que otrora fuera el segundo más importante de toda América del Sur se redujo hasta el nivel más bajo jamás medido.
Como recoge un fotorreportaje de Sebastián López Branch para El País, esta situación es la resulta de una combinación nefasta entre la falta de lluvias, la contaminación y los incendios en los humedales que bordean el curso de agua.
Si bien la sequía puede atribuirse a los efectos del fenómeno de El Niño, no todas las igniciones reportadas en la zona se han producido espontáneamente. En 2022, activistas climáticos denunciaron que productores ligados al agronegocio quemaron más de 100.000 hectáreas en el delta del Paraná, un método habitual para preparar las cosechas en la zona, que es posible dada la ausencia de prohibiciones legales.
Así, aunque la presión de las organizaciones medioambientales derivó en la discusión en la Cámara de Diputados del Congreso de una serie de proyectos de ley para proteger y utilizar racionalmente los humedales del país, el debate para modificar el marco jurídico que rige desde 1990 continúa.
Además de los devastadores efectos sobre la biodiversidad que ha causado la bajada del Paraná, las poblaciones aledañas, que históricamente han vivido de la pesca, se quedaron sin modo de vida ni de sustento, al tiempo que las embarcaciones pesqueras que cursan el río tuvieron que disminuir el volumen de lo transportado y definir nuevas rutas de navegación.
En tal sentido, López Branch apunta que «la bajante histórica del Paraná ha afectado también a las exportaciones agroindustriales a través de sus aguas. Los grandes buques se han visto obligados a reducir su carga debido al menor nivel de las aguas, lo que ha provocado importantes pérdidas«.
Adicionalmente, aunque el complejo agroexportador factura unos 25.000 millones de dólares al año, 13 de los 18 puertos sobre el curso de agua están en manos de particulares y en un contexto de crisis hídrica, el Estado asume los perjuicios.
Agua salada por los caños
Al otro lado del río de La Plata, la situación no es mejor. La persistente sequía en Uruguay ha obligado al Gobierno de Luis Lacalle Pou a tomar medidas inéditas para paliar la escasez de agua en Montevideo y sus zonas aledañas, que incluyen el abastecimiento de agua corriente con niveles de sodio más altos que los recomendados por la Organización Mundial de la Salud y exhortos para limitar el consumo en los hogares.
Aunque el Ejecutivo asegura que el agua que sale por los caños es apta para el consumo y no entraña riesgos importantes para salud de la mayoría, la decisión causó malestar y motivó la aparición de regulaciones para impedir el acaparamiento y el sobreprecio del agua embotellada, solución por la que optaron los sectores con mayor poder adquisitivo.
Sin embargo, en las manifestaciones que siguieron al decreto de Lacalle Pou, se señala como causa última de la crisis hídrica en Uruguay la sobreexplotación de los recursos naturales –donde asoma nuevamente la cabeza el fantasma de la agricultura a gran escala–, así como de la creciente privatización del servicio durante la actual gestión.
Según los críticos, la administración lacallista redujo el presupuesto y la inversión en infraestructura y fue tardo en tomar acciones para paliar la crisis, aunque los especialistas ya habían advertido que la capital –en cuya área metropolitana residen dos de cada tres uruguayos– podría quedarse sin agua potable, pues las esperadas lluvias invernales no terminan de aparecer.
Los reclamos de los activistas se soportan en el hecho de que el país suramericano está asentado sobre el Acuífero Guaraní, tercera reserva de agua dulce del planeta, que comparte con sus vecinos Argentina, Paraguay y Brasil.
De acuerdo con el Plan de Gestión Integrada del Sistema Acuífero Guaraní, esta fuente debería «garantizar a los habitantes el ejercicio de los derechos humanos fundamentales de acceso al agua potable y al saneamiento», y por tal razón, en el documento se establece como prioridad «el abastecimiento de agua potable a poblaciones y la prestación del servicio de agua potable», compromiso que no se ha honrado.
Cambiar el sistema, no el clima
El inventario de crisis climáticas en América Latina y el Caribe no se limita al extremo sur del continente. La evidencia disponible indica que estas son consustanciales a la dinámica socioeconómica regional, donde prevalecen los modelos extractivistas y de sobreexplotación de los recursos naturales, que devienen en mercancías estratégicas para el norte global.
La UNDDR asegura que la vulnerabilidad ante los desastres naturales en los países latinoamericanos y caribeños se ve favorecida por la presencia de «impulsores de riesgo».
La lista incluye degradación ambiental, cambio climático, pobreza y la desigualdad estructurales, inestabilidad política, inseguridad alimentaria, crisis hídrica, gobernanza débil o inoperante, desarrollo urbano mal planificado y gestionado, desplazamientos y migraciones masivas de personas.
El panorama no luce nada alentador. De acuerdo con las proyecciones del organismo, en el mediano plazo se incrementará la desertificación, habrá períodos largos de calor y sequía, que alternarán con etapas de lluvias torrenciales e inundaciones; se intensificarán los fenómenos de El Niño y La Niña, aumentarán la intensidad y frecuencia de los ciclones tropicales y las poblaciones costeras estarán severamente afectadas por el aumento en el nivel del mar.
Estos datos coinciden con lo reportado por la OMM en su informe Estado del Clima en América Latina y el Caribe 2021, donde se indica que «los cambios en el clima y los fenómenos extremos han afectado gravemente a la región de América Latina y el Caribe».
El riesgo se extenderá también a las ciudades con más de 500.000 habitantes –donde actualmente residen unos 340 millones de personas–, que estarán particularmente sensibles a los efectos de las altas temperaturas, en tanto la eliminación sostenida de árboles en favor de la construcción de edificaciones abonará para la formación de islas de calor y para el colapso de los mecanismos de infiltración del agua.
Si esta situación se mantiene, en 2050, 17 millones de personas habrán tenido que abandonar sus hogares por causa del clima y se habrán dirigido hacia el norte, especialmente a EE.UU., donde se espera que las condiciones climáticas sean menos desfavorables.
La OMM advierte que «Los Andes, el noreste del Brasil y los países septentrionales de América Central se encuentran entre las regiones más sensibles a las migraciones y desplazamientos relacionados con el clima», fenómeno que ha venido incrementándose durante los últimos años.
El sur paga los platos rotos
Los devastadores efectos del cambio climático no son solo ambientales. El balance anterior muestra que millones de personas están expuestas a graves riesgos de toda índole, si continúa la depredación del planeta en pos del lucro.
De acuerdo con la Base de Datos de Emisiones para la Investigación Atmosférica Global (EDGAR, por sus siglas en inglés), China y EE.UU. produjeron en 2021 el 45,5 % de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) a nivel mundial, mientras que América Latina apenas fue responsable del 4,4 %.
Ningún país latinoamericano o caribeño –incluyendo México y Brasil, que concentran el 54,2 % de las emisiones regionales– figura en las primeras diez posiciones del listado.
En data reciente, el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, señaló directamente a los países ricos y exigió reparaciones económicas para compensar los daños que ha ocasionado el modelo extractivista implementado tras la Revolución Industrial.
«No fue el pueblo africano el que ha contaminado el mundo, no fue el pueblo latinoamericano el que ha contaminado el mundo. De hecho, los que han contaminado el planeta, en estos últimos 200 años, fueron los que hicieron la Revolución Industrial y por eso tienen que pagar la deuda histórica que tienen con el planeta Tierra», reclamó Lula.
Zhandra Flores