Por el Cibao andando

06-01-2025
Cultura e Identidad
Diario Libre, República Dominicana
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Descriptor botánico, arquitectónico y antropológico, a mediados de febrero de 1895 llega Martí junto a Máximo Gómez a Santiago a «la casa de yagua y palma de Nicolás Ramírez, que de guajiro insurrecto se ha hecho médico y buen boticario». Enfrente «hay una casa como pompeyana, más sin el color, de un piso corrido, bien levantado sobre el suelo, con las cinco puertas de ancho marco tallado».  El jardín, «de rosas y cayucos: el cayuco es el cactus; las columnas, blancas y finas, del portal, sustentan el friso, combo y airoso.»

Desde ese mirador observa: «los soldados, de dril azul y kepis, pasan relucientes, para la misa del templo nuevo, con la bandera de seda del Batallón del Yaque. Son negros los soldados, y los oficiales, mestizos o negros. El arquitecto del templo es santiaguero, Onofre de Lora, la puerta principal es de la mano cubana de Manuel Boitel.

Boitel vive a la otra margen del río. Paquito Borrero, con su cabeza santa y fina, como la del San Francisco de (Alfonso) Cano, busca el vado del río en su caballo blanco, con Collazo atrás, en el melado de (Máximo) Gómez. Gómez y yo aguardamos la balsa, que ya viene, y se llama La Progresista. Remontamos la cuesta y entramos por el batey limpio de Manuel Boitel. De allí se ve la otra ribera: en lo que sube del río es de veredas y chozas, y al tope el verde oscuro, por donde asoman las dos torres y el cimborrio del templo blanco y rosado, y a lo lejos, por entre techos y lomas, el muro aspillado y la torre de bonete del «reducto patriótico», de la fortaleza San Luis.

En la casita, enseña todo, la mano laboriosa: esta es una carreta de juguete, que a poco subirá del río cargada de vigas; aquél es un faetón (carruaje), amarillo y negro, hecho todo, a tuerca y torno, por el hábil Boitel, allí el perro sedoso, sujeto a la cadena, guarda echado la puerta de la casa pulcra. En la mesa de la sala, entre los libros viejos, hay una biblia protestante, un tratado de Apicultura. De las sillas y sillones trabajados por Boitel, vemos, afuera, el sereno paisaje, mientras Collazo lo dibuja. La madre nos trae merengue criollo.

El padre está en el aserradero. El hijo mayor pasa, arreando el buey, que hala de las vigas. El jardín es de albahaca y guacamaya, y de algodón y varita de San José. Cogemos flores, para Rafaela, la mujer de Ramírez; con sus manos callosas del trabajo, y en el rostro luminoso, el alma augusta. No menos que augusta: es leal, modesta y tierna. El sol enciende el cielo, por sobre el monte oscuro. Corre ancho y claro el Yaque.

Me llevan, aún en traje de camino, al Centro de Recreo, a la sociedad de los jóvenes. Rogué que desistiesen de la fiesta pública y ceremoniosa con que me querían recibir; y la casa está como de gala, pero íntima y sencilla. La buena juventud aguarda, repartida por las mesas. El gentío se agolpa a las puertas. El estante está lleno de libros nuevos. Me recibe la charanga, con un vals del país, fácil y como velado, a piano y flauta, con güiro y pandereta. Los mamarrachos entran, y su música con ellos: las máscaras, que salen aquí de noche, cuando ya anda cerca el carnaval: sale la tarasca, tragándose muchachos, con los gigantones. El gigante iba de guantes, y Máximo, el niño de Ramírez, de dos y medio, dice que «el gigante trae la corbata en las manos».

En el Centro fue mucha y amable la conversación: de los libros nuevos del país, del cuarto libre de leer, que quisiera yo que abriese la sociedad, para los muchachos pobres, de los maestros ambulantes, los maestros de la gente del campo, que en un artículo ideé, hace muchos años, y puso por ley, con aplauso y arraigo, el gobierno dominicano, cuando José Joaquín Pérez, en la presidencia de Billini. Hablamos de la poquedad, y renovación regional, del pensamiento español: de la belleza y fuerza de las obras locales: del libro en que se pudieran pintar las costumbres, y juntar las leyendas, de Santiago, trabajadora y épica. Hablamos de las casas nuevas de la ciudad, y de su construcción apropiada, de aire y luz.

Oigo este cantar: El soldado que no bebe/ Y no sabe enamorar/ Que se puede esperar de él/ Si lo mandan avanzar?

Nos rompió el día, de Santiago a la Vega, y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad. A la vaga luz, de un lado y otro del ancho camino, era toda la naturaleza americana: más gallardos pisaban los caballos en aquella campiña floreciente, cursada de montes a lo lejos, donde el mango frondoso tiene al pie la espesa caña: el mango estaba en flor, y el naranjo maduro, y una palma caída, con la mucha raíz de hilo que la prende aún a la tierra, y el coco, corvo del peso, de penacho áspero, y el seibo, que en el alto cielo abre los fuertes brazos, y la palma real. El tabaco se sale por una cerca, y a un arroyo se asoman caimitos y guanábanos.

De autoridad y fe se va llenando el pecho. La conversación es templada y cariñosa. En un ventorro nos apeamos, a tomar el cafecito y un amargo. Rodeado de oyentes está, en un tronco, un haitiano viejo y harapiento, de ojos grises fogosos, un lío mísero a los pies, y las sandalias desflecadas. Le converso, a chorro, en un francés que lo aturde, y él me mira, entre fosco y burlón. Calló, el peregrino, que con su canturria dislocada tenía absorto al gentío. Se le ríe la gente: ¿conque otro habla, y más aprisa que el Santo, la lengua del Santo? – «¡Mírenlo, y él que estaba aquí como Dios en un platanal! «- «Como la yuca éramos nosotros, y él era como el guayo.» Carga el lío el viejo, y echa a andar, comiéndose los labios: a andar, al Santo Cerro.

De las paredes de la casa está muy oronda la ventorrillera, por los muñecos deformes que el hijo les ha puesto, con pintura colorada. Yo, en un rincón, le dibujo, al respaldo de una carta inútil, dos cabezas, que mira él codicioso. Está preso el marido de la casa: es un político

Apunta el viajero. «Soñé que, de dos lanzas que había, sobre la lanza oxidada no daba luz el sol, y era un florón de luz, y estrella de llamas, la lanza bruñida. Del alma perezosa, no se saca fuego. Y admiré, en el batey, con amor de hijo, la calma elocuente de la noche encendida, y un grupo de palmeras, como acostada una en la otra, y las estrellas, que brillaban sobre sus penachos. Era como un aseo perfecto y súbito, y la revelación de la naturaleza universal del hombre.

Luego, ya al mediodía, estaba yo sentado, junto a Manuelico, a una sombra del batey. Pilaban arroz, a la puerta de la casa, la mujer y una ayuda: y un gallo pica los granos que saltan. -«Ese gallo, cuidao, que no le dejen comer arroz, que lo afloja mucho». Es gallero Manuelico, y tiene muchos, amarrados a estacas, a la sombra o al sol. Los «solean» para que «sepan de calor», para que «no se ahoguen en la pelea», para que «se maduren»: «ya sabiendo de calor, aunque corra no le hace».

«Yo no afamo ningún gallo, por bueno que sea: el día que está de buenas, cualquier gallo es bueno. El que no es bueno, ni con carne de vaca. Mucha fuerza da al gallo la carne de vaca. El agua que se les da es leche; y el maíz, bien majado. El mejor cuido del gallo, es ponerlo a juchar, y que esté donde escarbe; y así no hay gallo que se tulla». Va Manuelico a mudar de estaca a un giro, y el gallo se le encara, erizado el cuello, y le pide pelea. De la casa traen café, con anís y nuez moscada.

Por Esperanza, de nuevo en la Línea, relata Martí. «A casa de Don Jesús vamos a la cena, la casa donde vi la espada de taza del tiempo de Colón, y la azada vieja, que hallaron en las minas, la casa de las mocetonas que regañé porque no sembraban flores, cuando tenían tierra de luz y manos de mujer, y largas horas de ocio. De burdas las acusó aquel día un viajero, y de que no tenían alma de flor. Y ahora ¿qué vemos? Sabían de nuestra vuelta, y Joaquina, que rebosa de sus dieciocho años, sale al umbral, con su túbano encendido entre dos dedos, la cabeza cubierta de flores: por la frente le cae un clavel, y una rosa le asoma por la oreja: sobre el cerquillo tiene un moño de jazmines: de geranios tiene un mazo a la nuca, y de la flor morada del guayacán. La hermana está a su lado, con un penacho de rosas amarillas en la cabellera cogida como tiesto, y bajo la fina ceja los dos ojos verdes. Nos apeamos, y se ve la mesa, en un codo de la sala, ahogada de flores: en vasos y tazas, en botellas y fuentes; y a lo alto, como orlando un santo, en dos pomos de aceitunas, dos lenguas de vaca, de un verde espejo y largo, con cortes acá y allá, y en cada uno un geranio.»

En Guayacanes. «De Ceferina Chaves habla todo el mundo en la comarca: suya es la casa graciosa, de batey ancho y jardín, y caserón a la trasera, donde con fina sillería recibe a los viajeros de alcurnia, y les da a beber, por mano de su hija, el vino dulce: ella compra a buen precio lo que la comarca da, y vende con ventaja, y tiene a las hijas en colegios finos, a que vengan luego a vivir, como ella, en la salud del campo, en la casa que señorea, con sus lujos y hospitalidad, la pálida región: de Ceferina, por todo el contorno, es la fama y el poder. Nos paramos a una cerca, y viene de lo lejos de su conuco, por entre sus hombres que le cogen el tabaco. A la cerca se acoda, con unas hojas en la mano seca y elegante, y habla con idea y soltura, y como si el campo libre fuera salón, y ella la dueña natural de él.

El marido, se enseña poco, o anda en quehaceres suyos: Ceferina, que monta con guantes y prendas cuando va de pueblo: es quien, de ama propia y a brío de voluntad, ha puesto a criar la tierra ociosa, a tenderse al boniatal, a cuajarse el tabaco, a engordar el cerdo. Casará la hija con letrado; pero no abandonará el trabajo productivo, ni el orgullo de él. El sillón, junto al pilón. En la sala porcelanas, y al conuco por las mañanas. «Al pobre, algo se ha de dejar, y el dividivi de mis tierras, que los pobres se lo lleven». Su conversación, de natural autoridad, fluye y chispea. La hija suave, con el dedal calzado, viene a darnos vino fresco: sonríe ingenua, y habla altiva, de injusticias o esperanzas: me da a hurtadillas el retrato de su madre que le pido: la madre está diciendo, en una mecida del sillón: «Es preciso ver si sembramos hombres buenos». 

A Pola Rojas Vda. Martínez, que en El Mamey sembró.