Movimientos sociales de América Latina: Aquí y ahora
Hace un poco más de siete años, el destacado periodista y activista social uruguayo Raúl Zibechi, participando en el seminario de ‘Pensamiento Crítico Frente a la Hidra Capitalista’, organizado por los zapatistas en el estado mexicano de Chiapas, analizó las políticas de los ‘gobiernos progresistas’ respecto a los movimientos sociales, entre otras cosas dijo:
«Tomaron nuestro discurso y lo hicieron de ellos… Con los gobiernos progresistas lo fundamental que cambió, fue que se profundizó el capitalismo. Es necesario comprender cómo el progresismo en el gobierno ha destruido los movimientos sociales y las comunidades… Por ejemplo, en Argentina los militantes luego de mucho trabajo en las periferias instalan los bachilleratos populares que son escuelas para adultos que no han terminado de estudiar. Y luego el gobierno, como sabe que allí empieza a organizarse la gente en los barrios y empieza a acudir masivamente al bachillerato, a dos cuadras ponen un bachillerato del gobierno, financiado, con maestros que ya no son militantes, mientras el bachillerato popular lo levantaron ladrillo por ladrillo compas aquí trabajando, lo hace una empresa», afirmó Zibechi.
«Pero al bachillerato le ponen ‘Che Guevara’ o ‘Pacha Mama’ y eso confunde. Y la gente, que no sabe, dice ‘bueno, el bachillerato Che Guevara’ y no sabe que es del gobierno. Eso es parte de la acción política de los ‘gobiernos progresistas‘. Y eso lo complementan con políticas sociales: la bolsa de alimentos, un pequeño subsidio, etc. Se trata de dos dispositivos juntos. Movimientos que parecen populares, pero son oficialistas y a la vez políticas sociales. ¿Qué busca esto? Algo fundamental: desgarrar, destruir el tejido comunitario militante, destruir las comunidades de base, la capacidad de organización y de lucha», continuó el periodista.
«Para muchas personas que estuvieron en movimientos, ahora el Estado les resuelve la vida o por lo menos sus mayores urgencias, pero para los cuadros y dirigentes de esos movimientos, ese apoyo del gobierno es una escalera para adquirir bienes personales. Y confunden otra cosa: institución y práctica, la comunidad, el movimiento. Son prácticas… o dicho de otro modo, las prácticas colectivas, son las que hacen comunidad. La comunidad no es una institución, el movimiento no es un aparato, son las prácticas colectivas las que les dan forma. Sin eso todo lo demás es una cáscara vacía», concluyó Zibechi.
Estamos frente a un fenómeno muy parecido al proyecto de la Alianza para el Progreso de los años 60. Cuando el Gobierno de EE.UU. para contrarrestar el avance de las fuerzas revolucionarias en el continente, inspiradas en el reciente triunfo en Cuba, apostó por los partidos de corte ‘demócrata cristiano’ y de ‘centro’, para modernizar el capitalismo, satisfacer algunas de las demandas sociales, las que no amenazaran al modelo, llamándolo como en Chile, ‘revolución en libertad’, evitando así una verdadera revolución anticapitalista.
Los ‘gobiernos progresistas’ en su mayoría trataron de encabezar los movimientos sociales, subordinarlos a su institucionalidad, para evitar cualquier crítica ciudadana, en muchos casos acusando a las voces disidentes de ser «agentes de la derecha«, disminuyendo así los espacios realmente democráticos y haciendo de esta forma un enorme regalo a la derecha, al acecho de recuperar el poder.
¿Qué pasó con la izquierda que construyó esta trampa para caer en ella? ¿En qué momento la izquierda latinoamericana dejó de ser revolucionaria, confundiendo la habilidad política con el oportunismo? Tal vez deberíamos buscar la respuesta en el plano cultural.
Sabemos que durante todo el siglo XX una enorme mayoría de los escritores, intelectuales y artistas latinoamericanos eran de izquierda. Parece que cualquier acto creativo humanista partía inevitablemente de la crítica de la sociedad groseramente injusta y aspiraba a un cambio radical del sistema, algo que provocaba la mínima noción de decencia. Por eso la lucha de los defensores del sistema fue dirigida directamente contra estos críticos más agudos de la realidad y a la vez contra el arte y contra la cultura, que fueron percibidos por el poder como algo sospechoso y de todas maneras innecesario.
La cultura de salón para las élites siempre representó una mirada colonial, antagónica al sentir popular y fue encapsulado en una pequeña capa urbana elitista avergonzada normalmente por su latinoamericanidad de origen. Todo el resto fue visto casi como un arte comunista, que representaba al enemigo sistémico del poder.
En este sentido, la famosa anécdota sobre los militares chilenos quemando después del golpe los libros sobre el cubismo (ya que seguramente tenían que ver con Castro), o allanamientos en la Colombia «democrática» donde como prueba de insurgencia estaba encontrar libros como ‘La Revolución Ortográfica’, no es solo una ilustración tragicómica de la brutalidad del fascismo latinoamericano, sino también una política cultural constante de las dictaduras y las democracias coloniales.
Por suerte, en el siglo pasado, los líderes políticos de la izquierda latinoamericana, con toda su admiración hacia la URSS, tuvieron suficiente lucidez para no copiar mecánicamente las políticas culturales soviéticas, y la idea del realismo socialista como «la única vía del arte revolucionario» no prosperó. Hasta la censura política, quizás muy comprensible, como por ejemplo en Cuba, muy pocas veces se convirtió en una censura cultural, un hecho que fortaleció enormemente a los movimientos sociales y dio mucho sentido humanista a sus luchas políticas. Con tanta crítica de la izquierda, hoy tan debilitada y confundida mundialmente, creo que es importante recordar y destacar sus logros y virtudes como este.
Además tenemos que en la actual búsqueda de bases para la sociedad humana del futuro, cuando entendemos lo irrisorio y relativo del poder político institucional en los países del Tercer Mundo, donde desde la presidencia nacional, cercada y presionada por miles de poderes fácticos nacionales e internacionales, no puede controlar lo que se supone que controla, deberíamos rescatar la enorme experiencia de la organización territorial de los pueblos latinoamericanos, cuando por la endémica ausencia del Estado, las comunidades indígenas y campesinas desde hace décadas supieron organizarse para autogobernarse.
Allí también podemos encontrar los brotes de la democracia real del futuro, donde la consciente participación de todos es obligatoria. Pensando en el futuro después de esta sangrienta agonía y un posterior colapso del imperio neoliberal mundial, todo nos indica que nuestra única oportunidad está en retornar del individualismo a los valores comunitarios, los que permitieron sobrevivir y salir de las cuevas a nuestros ancestros de todos los continentes, en su primer ejercicio de humanización. Una profunda tradición comunitaria indígena de todo el mundo, igual que la de los pueblos eslavos y sus vecinos, puede ser la clave y la esperanza para el mañana de todos.
En este momento histórico, entre otras cosas, se enfrentan dos miradas antagónicas: la individualista del occidente capitalista y la comunitaria de diferentes tradiciones sociales humanas cuya cultura no es la de «tolerar» sino la de tratar de comprender al otro, armonizando y equilibrando los elementos de la vida. Entonces, el conflicto netamente político se trasladará a una lucha entre la construcción mediática y corporativa de las falsas izquierdas europeas, que desde hace décadas son derechas y las culturas indígenas que desde la coherencia de su cosmovisión humanista y comunitaria seguirán defendiendo a la madre tierra y al ser humano.
¿Y la izquierda latinoamericana? En la tormenta que viene, su único salvavidas y la más potente de sus naves para llegar al puerto de sus sueños, hoy, igual que ayer o mañana, es la cultura. Este inexplicable y tan poco práctico absurdo, que nos hace humanos.