El tesoro de las islas
Cuando H.G. Wells imaginó La isla del Doctor Moreau (1896) como escenario de experimentos genéticos y cruces aberrantes entre especies, se sabía ya que en los territorios insulares rigen pautas biológicas propias. Sin necesidad de científicos locos torciendo las reglas de la naturaleza, la lucha por sobrevivir se toma licencias insólitas en las islas, que ofrecen un catálogo apasionante de estrategias evolutivas sui géneris: enanos que se agigantan y a la inversa, aves que olvidan volar, hermanos que engendran linajes distintos con rapidez, rumiantes con los ojos fuera de lugar, incontables especies únicas e intransferibles. Un festival adaptativo conseguido a base de tiempo y aislamiento, con un equilibrio frágil, muy vulnerable a la acción humana, bien sea por el cambio climático, la alteración del hábitat o la introducción de especies invasoras. La lista de amenazas es larga y depara una pérdida de biodiversidad sin parangón entre los demás ecosistemas del planeta. Hoy cuatro de cada diez especies en peligro de extinción son isleñas.
Laboratorios de la evolución, mundos aparte, continentes en miniatura… Las aproximadamente 175.000 islas repartidas por océanos, mares, arrecifes y líneas costeras suman poco más de un 5% de la superficie del globo, en la que cabe, sin embargo, el 20% de la biodiversidad terrestre total y más de la mitad de la biota marina. Forman además siete de las diez mayores áreas de arrecife coralino y casi un tercio de las 34 regiones con mayor número de especies residentes de flora y fauna, según el informe de 2014 del Secretariado de la Convención de Biodiversidad de Naciones Unidas.
Son cifras globales de una panorámica que necesita matices. Antes que por su cantidad, el patrimonio biológico de las islas se mide por su rareza. En áreas comparables de ecosistemas semejantes, el continente disfruta de mayor número de especies. “Se conoce como empobrecimiento insular”, precisa José Mª Fernández Palacios, catedrático de Ecología de la Universidad de La Laguna. “Hay grupos enteros que faltan en las islas, por ejemplo, grandes vertebrados, porque muchas de las especies continentales no tienen la capacidad de dispersión necesaria. Pero —añade— las pocas que llegan, aves, reptiles, pequeños roedores, etc., pueden diversificarse ocupando todos los nichos en su nuevo hábitat.”
El patrón general de las islas es menos especies, más exclusivas. Son los llamados endemismos y se cuentan por miles. No todos son tan llamativos como los lémures malgaches, el kiwi de Nueva Zelanda o los pinzones de Darwin, aunque todos comparten el mismo carácter distintivo, la pertenencia a un único territorio insular, “bien porque se han formado allí —neoendemismos—, bien porque estaban más extendidas en el pasado pero se extinguieron en el continente y pudieron sobrevivir lejos, en medio del mar —los paleoendemismos—”.
Como en la naturaleza casi nunca existen moldes únicos, hay islas e islas. Las oceánicas, de origen volcánico, separadas de la masa continental desde su mismo nacimiento —Canarias, las Galápagos, Hawái, Azores…—, u otras desgajadas de tierra firme hace millones de años, caso de Madagascar, que dejó Gondwana hace unos 150 millones de años, son un premio para los biogeógrafos que estudian la distribución de las especies; los verdaderos laboratorios que inspiraron a Darwin y a Alfred Russel Wallace sus teorías sobre selección natural y evolución.
Aislamiento extremo y prolongado en el tiempo despuntan como factores esenciales de la ecuación, los que disparan la formación de especies autóctonas, pero también ayuda que existan ambientes diversos dentro de la propia isla, como ciertas áreas de montaña. “Por ejemplo, las islas volcánicas jóvenes suelen ser altas, hay un gradiente altitudinal mucho más importante que crea condiciones distintas a diferentes alturas”, precisa Fernández Palacios.
Volcánica, montañosa y sin contacto continental a lo largo de su historia, Luzón es un ejemplo perfecto de despliegue evolutivo. Después de 12 años de investigación sobre su fauna, un equipo del Museo Field de Historia Natural, de Chicago, concluyó que la isla principal del archipiélago filipino hospeda la mayor concentración mundial de mamíferos endémicos conocida, superior incluso a la de Madagascar. De las 56 especies catalogadas, excluidos murciélagos, 52 —un asombroso 93%— no existen en ningún otro punto del planeta. El exhaustivo trabajo de campo desveló 28 nuevos endemismos, todos ellos pertenecientes a dos clados filogenéticos, ratones arborícolas de los bosques nubosos y musarañas terrestres. Este dato apoya la tesis de que semejante riqueza, mayor cuanto mayor la altitud, “ha sido producto de la especiación ocurrida dentro de la isla”, señalan los autores en el número de julio de Frontiers of Biogeography.
Las montañas de Luzón han actuado como islas dentro de la isla y ofrecido a pequeños balseros que arribaron desde el continente, sobre ramas a la deriva, hace una eternidad —entre 6 y 14 millones de años— el tiempo, la soledad y la variedad de ambientes necesarios no solo para acomodarse, sino para dar paso a nuevas especies endémicas y estas, a su vez, seguir diversificándose. A eso se refiere el término radiación adaptativa, como si la naturaleza sufriera horror vacui y pusiera en juego todas sus artimañas para llenar cada nicho ecológico con distintas variaciones sobre un mismo tema.
Regla insular
Además de ser fábrica de endemismos, las islas exhiben un enorme muestrario de transformaciones singulares que van desde el comportamiento a los hábitos reproductivos, la dinámica de poblaciones y, lo más llamativo, a la anatomía. Un ave áptera no tendría el menor futuro en el continente salvo que adquiera la velocidad y el tamaño de un avestruz. Hasta la llegada del hombre y su cohorte de ganado y mascotas, las islas oceánicas abundaban en aves no voladoras, porque en ausencia de depredadores nada presiona a estas especies para malgastar energía en mantener la biomecánica del vuelo. Ahí estaban el dodo (Raphus cucullatus) y su primo el solitario de Rodrigues (Pezophaps solitaria), ambos de isla Mauricio, descendientes terrestres de palomas, ambos extintos; el kakapo, un loro rechoncho de Nueva Zelanda que a punto está de seguir sus pasos; el cormorán áptero de las Galápagos o el citado kiwi, entre otras de una lista cada vez más corta.Hay también procesos de enanismo o gigantismo que distinguen a especies insulares de sus homólogas continentales y que, como el apterismo, encajan en la denominada “regla insular”. Formulada por primera vez en 1964 por el biólogo J. B. Foster, explica la drástica inversión de tamaño que experimentan en particular algunas especies de mamíferos. Los más grandes tienden a menguar mientras los pequeños crecen por encima de la norma. Ocurre en numerosas islas a lo largo del globo y en distintos grupos taxonómicos, en vertebrados y en invertebrados. Los ejemplos pretéritos y actuales abundan, elefantes, mamuts e hipopótamos enanos en islas del Mediterráneo o del Índico durante el Pleistoceno, musarañas terribles como la Deinogalerix, el zorro isleño del tamaño de un gato de las islas Channel, la rata lanuda del Bosavi (Papúa Nueva Guinea) —kilo y medio de roedor—, o reptiles como las célebres tortugas gigantes de las Galápagos. Las plantas tienden a volverse leñosas, habitualmente a partir de ancestros herbáceos llegados del continente.
No hay una única causa que desencadene estos procesos adaptativos, más bien un conjunto de factores que encauzan la selección natural en uno u otro sentido. La limitación de espacio y de alimento disponible, una menor biodiversidad, la falta de predadores y competidores por los recursos, y, de nuevo, el tiempo se consideran más o menos determinantes según las especies y las características de la isla. No todos los biólogos evolutivos y biogeógrafos creen en la regla insular. Según sus detractores, hay demasiadas excepciones.
“Es cierto que no se cumple siempre, pero ocurre que en muchos de estos análisis críticos se mezclan diferentes tipos de islas. La regla insular se cumpliría en principio solo en las que han permanecido separadas mucho tiempo. En las islas que hoy lo son pero que estuvieron unidas al continente en el máximo glacial, hace 18.000 años, cuando el mar estaba mucho más bajo, no se dan las condiciones para que pueda manifestarse porque los tiempos de aislamiento son insuficientes”, subraya Fernández Palacios.
Guerra al invasor
Más que otros ecosistemas, las islas han pagado cara su singularidad. Se calcula que casi dos tercios de las extinciones conocidas a lo largo de la historia sucedieron en islas, y desde 1500 al inicio de la era de los grandes viajes trasatlánticos la tasa de especies insulares borradas de la faz de la tierra debido a la intervención humana, deliberada o accidental, se ha disparado hasta el 80%. Y suma y sigue. Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), un tercio de las aves más amenazadas en la actualidad viven en islas, y otro tanto sucede con el 20% de los anfibios y el 25% de los mamíferos.
La pérdida de hábitats, las alteraciones achacables al cambio climático y, más aún, la introducción de especies invasoras están detrás de la pérdida de biodiversidad acelerada en las islas, cuya biota responde mal al desembarco de vegetación o fauna foráneas. Sus especies nativas viven en una especie de cápsula sin apenas competencia y con escasos mecanismos de defensa frente a recién llegados más curtidos, incluidos patógenos exóticos.
La serpiente arbórea marrón es una muestra supina de los potenciales estragos de una invasión accidental. Procedente de Indonesia, la Boiga irregularis ha acabado con dos de las tres especies nativas de murciélagos, varios reptiles y ha aniquilado a 10 de las 12 especies de aves forestales endémicas de la isla de Guam, la antigua Guaján española. La pérdida de polinizadores como pájaros y murciélagos ha depauperado la vegetación y se suceden plagas de insectos y arañas en este diminuto territorio del Pacífico, cedido a Estados Unidos tras el desastre de 1898.
Es un caso extremo, pero cada año desaparecen decenas de endemismos insulares en las fauces de animales tan domésticos como ratas, perros, cerdos y, sobre todo, gatos. Como una plaga, los felinos asilvestrados han llevado a la extinción al 14% de los vertebrados en islas de todo el mundo, más de una veintena de aves, nueve especies de mamíferos y al menos dos de reptiles. Y, con ellos, enfermaron un buen número de ecosistemas en los cuales estas especies autóctonas interactuaban como agentes biológicos fundamentales. Es la razón que ha llevado a autoridades y gobiernos a librar una guerra decidida contra el invasor. Todo vale, trampas, rifles, cebos envenenados, perros, esterilización… Se calcula que en la última década los gatos han sido exterminados de al menos un centenar de islas, y recientes estudios bendicen esta estrategia. Según una investigación publicada esta primavera en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), la erradicación de mamíferos invasores —cabras, gatos y ratas, principalmente— se ha demostrado beneficiosa para más de 236 especies nativas de 181 islas, en particular aves. En otro trabajo (en Nature Communications), biólogos de la Universidad de California Santa Cruz estiman que el control de especies introducidas con estrategias específicas podría salvar de la desaparición hasta a tres cuartas partes de todos los vertebrados cuya supervivencia se ve amenazada en las islas. Para que no se repita la triste historia del chochín áptero de isla Stephens (Nueva Zelanda). La ciencia lo descubrió a finales del XIX, ya difunto después de sucumbir los únicos ejemplares del mundo en las zarpas de los gatos del farero.
El secreto de sus ojos
Arantza Prádanos
Una regla básica de la zoología en grandes vertebrados terrestres dicta que si comes carne tienes los ojos alineados de frente; si eres un herbívoro, dispuestos a los lados para ampliar el campo visual y esquivar el hambre de los primeros. Sin embargo, hubo una vez un rumiante que se saltó esa norma. Naturalmente, era insular. Naturalmente, se extinguió —hace unos 3.000 años— cuando le cayó encima el depredador total: el hombre. Con aspecto de cabra, aunque de un linaje más cercano al de los antílopes, el Myotragus balearicus llegó a Baleares probablemente cuando las islas formaban parte de la masa continental, hace unos cinco millones de años. Es un claro paradigma de las adaptaciones evolutivas de la insularidad. La más evidente eran los ojos en posición frontal que, según las recreaciones a partir de restos fósiles, le daban un aire caricaturesco. La ausencia de carnívoros de los que huir propició otras transformaciones morfológicas del Myotragus, como un aparato locomotor torpe incapaz de saltar, y fisiológicas: un metabolismo con insólitos rasgos reptilianos, que se ralentizaba en épocas de escasez de comida. Y su cerebro se encogió a la mitad del tamaño normal como mecanismo de ahorro energético. Tanta adaptación no salvó a los de su especie; nos los comimos igual.
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