Datos curiosos sobre los huesos: algo más que andamios
Huesos: nos mantienen erguidos, protegen nuestras entrañas, nos permiten mover nuestras extremidades y, en general, evitan que nos deshagamos en un charco de tejidos sobre el suelo. Cuando somos jóvenes crecen con nosotros y se curan fácilmente de las fracturas en el patio de recreo. Cuando somos viejos tienden a debilitarse y pueden romperse después de una caída o incluso requerir un reemplazo mecánico.
Si ese rol estructural fuera todo lo que los huesos hicieran por nosotros, sería suficiente.
Pero no lo es. Nuestros huesos también proporcionan un sitio de almacenamiento útil para el calcio y el fósforo, minerales esenciales para que los nervios y las células funcionen correctamente. Y cada día su interior esponjoso, la médula, produce cientos de miles de millones de células sanguíneas —que transportan oxígeno, combaten las infecciones y coagulan la sangre en las heridas— así como otras células que forman el cartílago y grasa.
Incluso eso no es todo lo que hacen. En las últimas dos décadas, los científicos han descubierto que los huesos participan en conversaciones químicas complejas con otras partes del cuerpo incluidos los riñones y el cerebro, tejido adiposo y muscular e, incluso, los microbios en nuestros vientres.
Es como si de repente descubriera que los montantes y las vigas de su casa se están comunicando con su tostadora.
Los científicos aún están descifrando todas las formas en que las células óseas pueden enviar señales a otros órganos y cómo interpretan y responden a los mensajes moleculares que provienen de otros lugares. Los médicos-científicos ya están comenzando a considerar cómo podrían aprovechar estas conversaciones celulares para desarrollar nuevos tratamientos para proteger o fortalecer los huesos.
“Es un área de exploración completamente nueva”, dice Laura McCabe, fisióloga de la Universidad Estatal de Michigan en East Lansing. El trabajo reciente ha convencido a los científicos de que el hueso es mucho más dinámico de lo que se pensaba, dice McCabe —o, como solía decir un alumno suyo, “el hueso no es piedra”—.
Primeras evidencias de que el hueso tiene algo que decir
El hueso es un tejido único: contiene no solo células que construyen la matriz dura que le da al esqueleto su fuerza, sino también células que la descomponen —permitiendo que el hueso se remodele a sí mismo a medida que el niño crece y se repare durante toda la vida—. Los constructores de huesos se llaman osteoblastos, y el equipo de desmontaje consiste en células conocidas como osteoclastos. Cuando el equilibrio entre las acciones de los dos está desajustado, el resultado es muy poco (o demasiado) hueso. Esto sucede, por ejemplo, en la osteoporosis, una condición común de huesos débiles y quebradizos que se produce cuando la síntesis ósea no logra seguir el ritmo de la degradación del hueso viejo.
Además de osteoblastos y osteoclastos, el hueso contiene otro tipo de células, los osteocitos. Si bien estas células comprenden el 90 % o más de las células óseas, no se estudiaron mucho hasta hace unos 20 años, cuando una bióloga celular llamada Lynda Bonewald se interesó en ellos. Sus colegas le dijeron que no perdiera el tiempo, sugiriendo que los osteocitos probablemente solo desempeñaban un papel mundano, como detectar fuerzas mecánicas para regular la remodelación ósea. O tal vez simplemente estaban allí, sin hacer casi nada.
Bonewald, ahora en la Universidad de Indiana en Indianápolis, decidió investigarlos de todos modos. Los osteocitos, de hecho, detectan la carga mecánica, como ella y otros investigadores han descubierto. Pero como dice Bonewald, “Hacen mucho más”. Recientemente escribió sobre la importancia de los osteocitos para los riñones, el páncreas y los músculos en el Annual Review of Physiology.
Su primer hallazgo sobre la comunicación de los osteocitos con otros órganos, dado a conocer en 2006, fue que las células producen un factor de crecimiento llamado FGF23. Esta molécula luego viaja por el torrente sanguíneo hasta los riñones. Si el cuerpo tiene demasiado FGF23 —como sucede en una forma hereditaria de raquitismo— los riñones liberan demasiado fósforo en la orina y el cuerpo comienza a quedarse sin el mineral esencial. Los síntomas resultantes incluyen huesos blandos, músculos débiles o rígidos y problemas dentales.
Casi al mismo tiempo que Bonewald se sumergía en la investigación de los osteocitos, el fisiólogo Gerard Karsenty comenzó a investigar una posible relación entre la remodelación ósea y el metabolismo energético. Karsenty, ahora en la Universidad de Columbia en Nueva York, sospechó que los dos estarían relacionados, porque destruir y volver a crear hueso es un proceso que consume mucha energía.
En un estudio de 2000, Karsenty investigó si una hormona llamada leptina podría ser un vínculo entre estos dos procesos biológicos. La leptina es producida por las células grasas y es mejor conocida como un depresor del apetito. También surgió en la evolución casi al mismo tiempo que el hueso. En experimentos con ratones, Karsenty descubrió que los efectos de la leptina en el cerebro frenaban la remodelación ósea.
El uso de la leptina de esta manera, sugiere Karsenty, habría permitido que las primeras criaturas óseas suprimieran el crecimiento óseo junto con el apetito cuando la comida escaseaba, ahorrando energía para las funciones diarias.
Su grupo encontró apoyo para esta idea cuando tomaron radiografías de los huesos de la mano y la muñeca de varios niños que carecen de células grasas y, por lo tanto, de leptina, debido a una mutación genética. En todos los casos, los radiólogos que no estaban familiarizados con las edades reales de las personas clasificaron los huesos como meses o años mayores de lo que eran. Sin leptina, sus huesos se habían acelerado, adquiriendo características como una mayor densidad que son más típicas de los huesos más viejos.
Ese fue un caso del hueso escuchando a otros órganos, pero en 2007, Karsenty propuso que el hueso también tiene algo que decir sobre cómo el cuerpo usa la energía. Encontró que los ratones que carecían de una proteína hecha en los huesos llamada osteocalcina tenían problemas para regular sus niveles de azúcar en la sangre.
En investigaciones posteriores, Karsenty descubrió que la osteocalcina también promueve la fertilidad masculina a través de sus efectos sobre la producción de hormonas sexuales, mejora el aprendizaje y la memoria al alterar los niveles de neurotransmisores en el cerebro y aumenta la función muscular durante el ejercicio. Él describió estos mensajes y otras conversaciones en las que participa el hueso en el Annual Review of Physiology de 2012.
Es un conjunto espectacular de funciones para ser manejada por una sola molécula y Karsenty cree que todas están vinculadas a una respuesta al estrés que los primeros vertebrados —animales con columna vertebral— desarrollaron para sobrevivir. “El hueso puede ser un órgano que define una fisiología del peligro”, dice.
Karsenty propone que los efectos de la osteocalcina permitieron que los primeros vertebrados, tanto machos como hembras, respondieran a la vista de un depredador aumentando los niveles de energía, a través de los efectos de la testosterona, así como la función muscular. Serían capaces de huir y luego recordar (y evitar) el lugar donde se encontraron con esa amenaza.
Los investigadores en el laboratorio de Karsenty realizaron estos estudios con ratones genéticamente modificados que él desarrolló para que fuesen deficientes en osteocalcina, y varios laboratorios han replicado sus resultados de varias maneras. Sin embargo, laboratorios en EE. UU. y Japón, que trabajaron con diferentes cepas de ratones que no producen osteocalcina, no observaron los mismos efectos generalizados sobre la fertilidad, el procesamiento de azúcar o la masa muscular. Los científicos aún no han podido explicar las disparidades y la hipótesis de la respuesta al peligro sigue siendo algo controvertida.
Ya sea que la osteocalcina desempeñó o no el papel importante en la evolución de los vertebrados que propone Karsenty, estos estudios han inspirado a otros científicos a examinar todo tipo de formas en que el hueso escucha y habla con el resto del cuerpo.
Conversaciones entre músculo y hueso
Es sabido que los huesos y los músculos, compañeros en el movimiento, interactúan físicamente. Los músculos tiran del hueso y, a medida que los músculos se vuelven más fuertes y más grandes, el hueso responde a este mayor tirón físico haciéndose también más grande y más fuerte. Eso permite que el hueso se adapte a las necesidades físicas de un animal, por lo que el músculo y el hueso proporcionales pueden continuar trabajando juntos de manera efectiva.
Pero resulta que también hay una conversación química desarrollándose. Por ejemplo, las células del músculo esquelético producen una proteína llamada miostatina que evita que crezcan demasiado. En experimentos con roedores, junto con observaciones en personas, los investigadores descubrieron que la miostatina también mantiene la masa ósea bajo control.
Durante el ejercicio, los músculos también producen una molécula llamada ácido beta-aminoisobutírico (BAIBA) que influye en las respuestas de la grasa y la insulina al aumento del uso de energía. Bonewald descubrió que BAIBA protege a los osteocitos de subproductos peligrosos del metabolismo celular llamados especies de oxígeno reactivo. En ratones jóvenes que fueron inmovilizados —lo que normalmente causa atrofia de huesos y músculos— proporcionarles BAIBA adicional mantuvo sanos tanto sus huesos como sus músculos.
En estudios adicionales, Bonewald y sus colegas encontraron que otra molécula muscular que aumenta con el ejercicio, la irisina, también ayuda a los osteocitos a mantenerse vivos en cultivo y promueve la remodelación ósea en animales intactos.
La conversación tampoco es unidireccional. A cambio, los osteocitos producen regularmente prostaglandina E2, que promueve el crecimiento muscular. Ellos impulsan la producción de este mensajero molecular cuando experimentan un aumento en el tirón de los músculos que están trabajando.
¿Qué obtiene el hueso del intestino?
El cuerpo humano contiene casi tantas células microbianas como las humanas, y los trillones de bacterias y otros microorganismos que habitan el intestino —su microbioma— funcionan casi como otro órgano. Ellos ayudan a digerir los alimentos y evitan que las bacterias dañinas se arraiguen —y se comunican con otros órganos, incluidos los huesos—.
Hasta ahora, la conversación hueso-microbioma parece ser unidireccional; nadie ha observado que los huesos envíen mensajes a los microbios, dice Christopher Hernández, un experto en biomecánica de la Universidad de Cornell en Ithaca, Nueva York. Pero el esqueleto puede aprender muchas cosas útiles del intestino, dice McCabe. Por ejemplo, supongamos que una persona tiene un caso desagradable de intoxicación alimentaria. Necesitará todos sus recursos para combatir la infección. “No es el momento de construir huesos”, dice McCabe.
Los primeros indicios de una conexión hueso-microbioma provinieron de un estudio de 2012 de ratones criados en un ambiente estéril, sin microbios en absoluto. Estos animales tenían menos osteoclastos que destruyen los huesos y, por lo tanto, mayor masa ósea. Dar a los ratones un suplemento completo de microbios intestinales restauró la masa ósea a la normalidad, a corto plazo.
Pero los efectos a largo plazo fueron un poco diferentes. Los microbios liberaron moléculas llamadas ácidos grasos de cadena corta que hicieron que el hígado y las células grasas produjeran más de un factor de crecimiento llamado IGF-1, que promovió el crecimiento óseo.
Los microbios intestinales también parecen moderar otra señal que afecta los huesos: la hormona paratiroidea (PTH) de las glándulas paratiroides en la base del cuello. La PTH regula tanto la producción como la degradación ósea. Pero la PTH solo puede promover el crecimiento óseo si los ratones tienen un intestino lleno de microbios. Específicamente, los microbios producen un ácido graso de cadena corta llamado butirato que facilita esta conversación en particular. (Dicho sea de paso, el FGF23 producido por los osteocitos también actúa sobre las glándulas paratiroides, disminuyendo su secreción de PTH).
Si bien los científicos han descubierto muchas funciones importantes para el microbioma intestinal en los últimos años, no era un hecho que influirían en el esqueleto, dice Bonewald: “Vaya, nos sorprendió ver los efectos en los huesos”. Ahora está claro que hay muchas conversaciones complejas entre las células óseas y los microbios intestinales, y los investigadores apenas comienzan a explorar esa complejidad y lo que podría significar para la salud en general, dice McCabe.
¿Pueden los médicos unirse a la conversación?
Lo más emocionante de estos mensajes de órgano a órgano, dice McCabe, es que sugiere formas novedosas de ayudar a los huesos con medicamentos que actúan en diferentes partes del cuerpo. “Podríamos ser incluso más creativos desde el punto de vista terapéutico”, dice.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades estiman que casi el 13 % de los estadounidenses mayores de 50 años sufren de osteoporosis, y aunque existen varios medicamentos que retrasan la descomposición de los huesos, así como algunos que aceleran la acumulación, pueden tener efectos secundarios y no se usan tanto como se podrían, dice Sundeep Khosla, endocrinólogo de la Clínica Mayo en Rochester, Minnesota. Por eso él dice que se necesitan nuevos enfoques.
Un lugar obvio para comenzar es con el intestino. Los probióticos y otros alimentos que contienen microbios cultivados, como el kéfir de leche fermentada, pueden ayudar a desarrollar un microbioma saludable. El grupo de McCabe descubrió que una bacteria probiótica en particular, Lactobacillus reuteri, protegía a los ratones de la pérdida ósea que normalmente sigue al tratamiento con antibióticos. Otro grupo probó una combinación de tres tipos de Lactobacillus en mujeres posmenopáusicas, el segmento de la población más susceptible a la osteoporosis, y las que recibieron el tratamiento no experimentaron pérdida ósea durante el estudio de un año, mientras que las del grupo placebo sí lo hicieron.
Hernández ha estado investigando otro enfoque terapéutico que mejoraría la resiliencia de los huesos, pero no agregando masa ni previniendo la descomposición. El trabajo surgió de una serie de experimentos en los que usó antibióticos para perturbar, pero no eliminar, el microbioma intestinal en ratones. Predijo que esto haría que los ratones perdieran masa ósea, pero los resultados lo sorprendieron. “No cambió la densidad o el tamaño del hueso”, dice, “pero cambió la fuerza del hueso”. Los huesos de los animales tratados con antibióticos eran débiles y quebradizos.
Investigando más a fondo, el equipo de Hernández encontró que cuando los ratones reciben antibióticos, sus bacterias intestinales dejan de producir tanta vitamina K como lo hacen normalmente, y, por lo tanto, menos vitamina llega al intestino grueso, el hígado y los riñones. El resultado son alteraciones en la forma precisa de los cristales minerales en el hueso. Hernández ahora está investigando si la fuente de vitamina K —ya sea de microbios intestinales o fuentes dietéticas, como verduras de hoja verde— es importante para la cristalización ósea. Si las personas necesitan la versión bacteriana, entonces los probióticos o incluso los trasplantes fecales podrían ayudar, sugiere.
Mientras tanto, el trabajo de Karsenty ha inspirado una estrategia completamente diferente. Como observó desde el principio, la leptina de las células grasas retrasa la formación de hueso a través del cerebro. En respuesta a la leptina, el cerebro envía una señal que finalmente activa los receptores beta adrenérgicos de las células óseas, apagando los osteoblastos que forman huesos y estimulando los osteoclastos que eliminan huesos.
Estos mismos receptores beta adrenérgicos existen en varias partes del cuerpo, incluido el corazón, y los medicamentos que los bloquean se usan comúnmente para reducir la presión arterial. Para investigar si estos medicamentos también podrían prevenir la osteoporosis, Khosla probó algunos bloqueadores beta diferentes en 155 mujeres posmenopáusicas, y dos de los medicamentos parecían mantener los huesos fuertes. Ahora dirige un estudio más grande con 420 mujeres; la mitad recibirá uno de esos medicamentos, atenolol, y la otra mitad recibirá un placebo, durante dos años. Los científicos les darán seguimiento en busca de cambios en la densidad ósea en la cadera y la parte baja de la columna.
Khosla tiene otra idea, basada en el hecho de que a medida que el hueso envejece, acumula osteocitos viejos y senescentes que producen inflamación. Esa inflamación, a su vez, puede afectar la constante acumulación y descomposición de los huesos, lo que contribuye a su desequilibrio en la osteoporosis.
Los senolíticos son medicamentos que hacen que esas células viejas se maten a sí mismas, y Khosla recientemente fue coautor de un resumen de su potencial para el Annual Review of Pharmacology and Toxicology. En un estudio en ratones viejos, por ejemplo, este tipo de medicamento aumentó la masa y la fuerza ósea. Khosla tiene otro ensayo en curso, con 120 mujeres de 70 años o más, para evaluar la capacidad de los senolíticos para aumentar el crecimiento óseo o minimizar la destrucción del hueso.
Los científicos todavía tienen mucho que aprender sobre las conversaciones entre los huesos y el resto del cuerpo. Con el tiempo, esta investigación puede conducir a más terapias para mantener no solo el esqueleto, sino también a los otros conversadores, sanos y fuertes.
Pero lo que ya está claro es que el esqueleto no es solo un buen conjunto de soportes mecánicos. Los huesos se remodelan constantemente en respuesta a las necesidades del cuerpo y están en constante comunicación con otras partes del cuerpo. El hueso es un tejido ocupado con una amplia influencia y está trabajando entre bastidores durante las actividades diarias más básicas.
Así que la próxima vez que disfrute de una taza de yogur, haga ejercicio o incluso vacíe su vejiga, asegúrese de dedicar un momento para agradecer a sus huesos por responder a las señales microbianas, conversar con sus músculos y evitar que sus reservas de fósforo se vayan por el desagüe.
Artículo traducido por Debbie Ponchner
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