El natalicio del sol

22-11-2020
Literatura
Ojalá, República Dominicana
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«El dominicano de las nieves. Crónicas de un Pez Soluble (1972-1973)». Así denominó Pedro Mir a sus crónicas publicadas en la Revista ¡Ahora! Como «El alma de las cosas«, que ya compartimos, El natalicio del sol es otra “Tarjeta de Navidad” que recuperamos en Ojalá para compartir con nuestros lectores y lectoras.

Didáctico, ameno y profundo, el Poeta Nacional planea filósofo, lingüista y cronista a un tiempo sobre los problemas de la República Dominicana de los años setentas a propósito de la Navidad de 1972. Disfrútalo. 

Es imposible apartar el pensamiento, en estos días de ternura, del muñeco fantástico. No del Zemí de Algodón, siendo un símbolo más definidamente trágico y, además, real, sino del muñeco de nieve que hemos tomado como pretexto para engarzar algunas reflexiones en torno al destino de nuestra nacionalidad.

Una de las razones de esta pertinencia es que el muñeco de nieve es un motivo navideño. En otras latitudes, donde cae copiosa la nevada, los muñecos de nieve pululan en las calles tranquilas y los parques abandonados, con su sombrero de copa y su pipa ladeada, sirviendo de apacible y filosófico soporte de la alegría invernal.

Comienza su apasionado imperio. Y es claro que esta lejana evocación tenga cierta vigencia en estas crónicas. Pero ahora quizás no se trate del destino de nuestra nacionalidad sin involucrar el destino del símbolo mismo.

Durante semanas, que ya componen un volumen discreto pero tangible, hemos acumulado crónicas tras crónicas, bajo los auspicios de ese símbolo abstracto e impalpable que es el “dominicano de las nieves”.

Su razón de ser es el absurdo. Como es el caso de un pez soluble en agua o el de un hipotético dominicano que, por ser de nieve, no pudiese vivir bajo su propio cielo, atacado por un inclemente sol tropical. 

Sin embargo, ya esto no es tanto el absurdo. En estos días navideños celebramos con gran algazara el festival del “dominicano ausente”. ¿Ausente? En efecto. Hay regocijo profundo y verdadero en esto de agraciar al dominicano que retorna al seno de los suyos, que vuelve a tomar contacto con las esencias de su nacionalidad y a proclamar jubilosamente que, a pesar de sus ausencias, sigue siendo dominicano.

Y no solo eso. En este júbilo del que retorna hay un poco de proclamación de que su ausencia es involuntaria, de que, si además de ser dominicano es un ausente, es porque, francamente (podemos decirlo sin pudores, suplicándoles a los señores extranjeros y representantes de otras naciones que no lean este párrafo), francamente, es porque estos dominicanos ausentes no pueden vivir en su país. 

Pueden vivir en otro país en base a sus méritos, a su capacidad de servicio, a las posibilidades de su talento o de cualquier otro atributo de la naturaleza o del esfuerzo personal. Pero en el nuestro no.

Entre nosotros el aire no alcanza para la respiración de todos. No alcanzan los peces, ni las aves ni los animales. No alcanza el agua. La luz no alcanza y hay que racionarla discretamente, porque no hay nada más discreto que la oscuridad. Ya se sabe que la tierra no alcanza, como ha dicho un poeta—inseguro como poeta, pero certero como habitante—ni “para quedar dormido”.

Por cierto que, según parece, la referencia contemplaba al campesino vivo y ahora resulta aplicable hasta  a los ciudadanos muertos. Porque cada día estas carencias se agudizan. Hay menos aire, menos agua, menos tierra, menos arroz, menos cariño, menos confraternidad, etcétera, en una gama que se extiende desde los aguacates y el maní congo hasta los adjetivos sustantivados y el plural de los sustantivos compuestos. 

Sólo un tesoro nos permanece invariable y fiel. El sol. He aquí un padre bueno, más que Saturno y Rousseau que no lo fueron tanto. Sólo él no nos abandona y, aunque nos castiga, nos reserva cuidadosamente el don de la supervivencia.

No en balde los antiguos le tributaban una adoración, tan profunda, que ha llegado a nuestros días, entre otras formas disimuladas, precisamente en ésta que denominamos Navidad. 

Hoy tenemos esta fiesta como esencial y hasta exclusivamente cristiana. Pero, como es sabido, no siempre ha sido así. En Inglaterra y en Estados Unidos fue inclusive proscrita por las objeciones puritanas a su origen pagano.

El mismo arbolito de Navidad evoca el árbol de Odín, de gran follaje bárbaro. La verdad es que el cristianismo recibió esta práctica, como otras tantas, de la herencia pagana, efectuando el engarce con el nacimiento de Cristo.

Pero ya desde una lontana antigüedad los paganos festejaban en estos días, con libaciones y regalos, el momento en que el sol, al alcanzar el solsticio de invierno, volvía con rejuvenecida refulgencia. Era la fiesta del natalis solis invicti: natalicio del sol invicto, muy bello nombre… Esto, dicen, ocurría en tiempos del Emperador Aureliano, 274 años A. de C., y desde entonces y tal vez mucho antes, el sol ha venido remozando sus energías luminosas en días como éstos que conocemos por Navidad. 

De modo que la Navidad es un renacimiento. O lo que todavía es más hermoso, una ilusión de renacimiento. Nace Cristo y con él las esperanzas de una vida nueva, abundante de luz y de alegría, desbordante de juventud y de promesas, o sea, abundante y desbordante.

Y una bella fiesta por lo que tiene de engaño, cosa que viene tan a tono con la embriaguez pascual; ron blanco con vino de Campeche a partes iguales: “pinta y pinta”, como se decía en tiempos… Naturalmente, no es un momento provechoso para nuestro simbólico muñeco de nieve.

Si la Navidad allá en su distante origen pagano, tiene esta alianza con el solsticio de invierno, ese punto en que el sol se vira para volver con renovados bríos, basta la referencia para que el delicuescente muñeco tome nueva conciencia de su tragedia y se nos derrita en este invierno, de donde se suponía que brotaban sus impulsos de supervivencia.

Aquí no muere como en otras latitudes entre las risas de la parvada infantil a la que es tan inclinado. Aquí muere anónimamente, sin languidez ni propensión oblicua, sino de un simple plumazo en el seno de una vaga crónica, una noche cualquiera, a la luz de un quinqué. Y así ha llegado el momento del responso. 

EL RESPONSO

Ahora que te sumerges en las profundidades de la negación absoluta, que se cumple en ti el mismo destino del pez en las oscuras aguas, te conminamos, muñeco de nieve, símbolo de nuestras pesadumbres históricas y de las acometidas de la vida real, a que contigo se disuelvan los antiguos y modernos trastornos que aquejan a la nacionalidad dominicana.

Sabemos que el símbolo es el símbolo y la realidad es la realidad. Y aunque por una adhesión permanente la cosa que simboliza llega a asumir la realidad de la cosa simbolizada, el hecho es que es necesario no pequeño esfuerzo para que el fin del uno signifique el fin de la otra.

Esa magia que llamamos simpática y en cuya virtud el hombre primitivo confía en que los accidentes que sufre el símbolo acarrean las mismas consecuencias sobre los seres que simboliza, puede que sea correcta, sobre todo en el marco de la vida primitiva.

Pero en los tiempos que corren esta confianza no es tan universal. Ni siquiera las incursiones espectaculares de los OVNI, ni el testimonio de los videntes privilegiados, ni las visitas de seres de ultratumba cuando estos vehículos se suponen intraplanetarios: más allá de los planetas y no más allá de la vida, son suficientes para fortalecer esa confianza primitiva que subyace en el hombre civilizado. 

Sabemos que para que las motivaciones reales, que han servido de motivaciones retóricas en la permanencia de tu índole nevada bajo el sol tropical, desaparezcan contigo, será siempre necesario el esfuerzo de la propia nacionalidad.

Un poco de ilusión y de fantasía son un elemento importante en este esfuerzo. Otro poco de conciencia y de equilibrio son también un elemento importante.

Los procesos históricos, como los procesos planetarios, responden a leyes que se cumplen inexorablemente. Y así como el conocimiento de tales leyes permiten hoy al hombre acertar exactamente con el momento en que el satélite lunar está listo para entrar en contacto con el navío Apolo, el conocimiento de los procesos sociales debe ser igualmente conocido para que el hombre entre en contacto preciso con la esperanza. 

Y de esta manera puedes marcharte con la satisfacción de haber servido para una intención saludable y un proyecto lisonjero. Es justificación bastante para que ese lector abnegado que ha sido capaz de leer esta crónica, sólo a unas horas de la entrañable fiesta de Nochebuena, recupere su predominio y ocupe el lugar que sólo a él pertenece.

 ¡En tu nombre, pues, le deseamos todo género de prosperidades en estas Pascuas, ahora que vamos a inaugurar un sol más elocuente y Cristo sonríe desde el fondo de su sacrificio, símbolo por símbolo, con el mismo significado! 

25 de diciembre de 1972.