Cuando amaban las tierras comuneras

30-12-2020
Literatura
Ojalá, República Dominicana
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El desafío de escribir un texto sin signos de puntuación es del escritor. El reto de leerlo es del lector. Este último pondrá la puntuación y, posiblemente, también la conclusión. Es el caso de Cuando amaban las tierras comuneras, novela del Poeta Nacional Pedro Mir.

Quizás por eso fue recibida “con perplejidad”, como advierte Eliades Acosta en la introducción a la edición del Archivo General de la Nación (2015).

Es novela construida bajo el aliento del poeta español Antonio Machado. El aporta la ternura y la melancolía que acompañan todo el camino de lucha, de vida, de aparición y transformación del pueblo dominicano. Por eso desde el primer capítulo apela con Machado a una cuestión capital: 

“Hay dos modos de conciencia:

Una es luz y otra paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra en hacer penitencia

con caña o red, y esperar […]”

(Proverbios y Cantares)

Porque los cambios que se van operando en los personajes de esta novela se manifiestan siempre como resultado de una toma de conciencia. Cambia Bonifacio Lindero cuando toma conciencia de que Romanita, si bien es símbolo de las tierras comuneras, no es mujer común.

Ella es de las que se atreven a desafiar una autoridad inconsciente que pretende someterlas. Y en eso ella es también como esas tierras que se niegan a desaparecer de la conciencia de quienes fueron sus  “dueños” por más de trescientos años desde aquel “gran incendio” de 1605 y 1606. 

Se despierta la conciencia de Silvestre con el grito del viejo Villamán ante la invasión de 1916, crece con la muerte de Flor y seguirá su crescendo hacia niveles superiores cuando muere Analicia y cuando descubre a San Pedro de Macorís, y llega a su cumbre cuando se junta con Gregorio Urbano Gilbert. 

Lo mismo ocurrirá con Bonifacio Lindero hijo y con Urbana, “una flor del movimiento gavillero”, quien aparece en el capítulo veinte, hija de una lavandera de río, una mujer del pueblo y pueblo ella misma. 

Esta novela es texto de apartados cortos, y mejor así porque su lectura requiere aliento largo. Porque es ambiciosa: en apenas treinta capítulos breves más una “Introducción Tardía”, una “Memorabilia” y un “Epílogo Precoz”, pretende condensar trescientos cincuenta años de  Historia dominicana, desde Las Devastaciones de Osorio hasta la guerra de abril de 1965.

Pero los retos no quedan ahí. El de conectar en una novela las dos invasiones de Estados Unidos a  la República Dominicana en 1916 y 1965 siguiendo el hilo de las tierras comuneras es tan provocador como conectar nuestras luchas con las de Centroamérica.

Que no fue tarea de Pedro Mir, sino de Gregorio Urbano Gilbert, personaje de excepción, olvidado hoy, como todo lo que tenga un significado patriótico y revolucionario.

Y fue tarea de Silvestre, un personaje de la novela y no por ello menos real. Gilbert y Silvestre, dos gavilleros, se unen a Sandino y a Farabundo Martí en Las Segovias, Nicaragua, en la lucha contra la dictadura y la intervención estadounidense.

Romanita aparece en el mismo capítulo uno. Ella es la encarnación de las tierras del Este, donde surge el movimiento gavillero y donde se ensañaron la invasión y la brutalidad militar y criminal.

Como las tierras comuneras, Romanita está llamada a desaparecer pronto: poco después del parto en que nace Bonifacio Lindero hijo. 

Bonifacio Lindero padre no puede tener mejor apellido: linderosignifica límite, empalizada y alambrada; propiedad privada versus propiedad comunitaria y tierras comuneras.

Bonifacio aprovechó la confusión provocada por la implantación manumilitari del sistema catastral traído por los marines de EEUU para convertirse en un gran terrateniente.

Desde la entrada queda clara su relación con Romanita. Romanita ha huido de la casa. Huye de su marido opresor. Bonifacio representa límite o restricción que Romanita no acepta y huye a la Capital.

Allí la acoge Susana. Susana—Suzy a lo largo de la  novela—será por tanto la Capital, espacio real y simbólico en donde habrán de concurrir el norte, el sur y el este de la República Dominicana, escenario de realización y muerte de la dictadura; de nacimiento y muerte de la democracia y de la última gran guerra de liberación nacional, por la democracia y contra la segunda intervención de Estados Unidos en 1965.

En el capítulo tres aparece el detonador: el sistema Torrens de agrimensura que pondrá fin al que había sido el hilo conductor de la Historia dominicana desde el inicio del siglo XVII: las tierras comuneras, y convertirá a Bonifacio padre de cañero en colono; transformación no solo de palabra, sino también de estatus.

Y mientras unos se enriquecieron, otros se empobrecieron hasta la muerte: Flor, por ejemplo, encarnación de todos los pobres dominicanos que murieron esperando el pedazo de tierra que nunca llegó y que otro se apropió. 

Silvestre, el niño de inteligencia precoz que nos es presentado en el capítulo tres, era ya un joven hecho y derecho cuando ve a la agrimensura engullir las tierras comuneras y la muerte de su amigo Flor lo lanza a la manigua con los gavilleros, no sin antes conocer el amor de Analicia, bucólico y feraz como la tierra, para perderlo al mismo tiempo.

Cuando amaban las tierras comuneras es como su capítulo 11, la novela del amor que muere al tiempo que nace y que nace al tiempo que muere.

Romanita es el amor que transforma y domina a Bonifacio padre y es el estanque donde crece el pececito. Ella morirá al nacer ese pececito que es Bonifacio hijo.

La inocencia de Silvestre muere cuando Villamán proclama que “la patria está en peligro” al enterarse de la invasión yanqui en 1916. Con la muerte de Flor y la de su amor Analicia, nace el gavillero Silvestre que conocerá a Gilbert, el guerrillero solitario de 1916 quien lo llevaría a conocer al legendario Augusto CésarSandino, en Las Segovias.

No sin antes conocer al deslumbrante San Pedro de Macorís, el Macorís del Mar del poeta Ligio Vizardi.

Cuando amaban las tierras comuneras busca explicar desde la novela lo que el autor acometerá tres años después en La noción de período en la Historia dominicana: el hecho de que “nuestro país ha seguido un camino histórico completamente distinto al de cualquier otro país de este  hemisferio comenzando por que arranca no por la colonia española pura y simple, sino por un acontecimiento único que consistió en la destrucción de la colonia española.

Y la verdad es que no fuimos descubiertos por Colón ni por nadie sino que brotamos de la nada, partimos de cero, salimos como el humo de un montón de cenizas y la sociedad de la cual somos hoy la culminación no fue organizada y estructurada por ningún imperio europeo sino que brotó de ella misma, de unos cuantos damnificados que se vieron obligados por la realidad material insoslayable a inventar las formas de convivencia necesarias para sobrevivir”, como a través de explica uno de los personajes de la novela.

No es casual que Romanita contemple el incendio de aquel vertedero de basura que casi termina en tragedia en su breve estancia en la Capital. Evoca, desde el primer capítulo y sin saberlo ella misma aquel otro incendio inconmensurable que da realmente inicio a esta novela también inconmensurable.

Novela de homenajes

Cuando amaban las tierras comuneras es también una novela de homenajes. Esta obra rinde tributo a los patriotas de la lucha contra la primera intervención militar de Estados Unidos en la República Dominicana.

Pero al enlazar esa lucha y esa invasión con las luchas por la democracia y contra la segunda invasión norteamericana en 1965 también rinde homenaje a los patriotas de la Revolución de Abril porque, como reflexiona ante el cadáver de Analicia, hasta Analicia misma y su excepcional hermosura “ha sido el producto sordo y lento de tres siglos que pueden contarse desde 1620 a 1920 en que nació para desarrollarse y finalmente morir el sistema de las tierras comuneras que significaba el disfrute común de la propiedad territorial permitiendo el encuentro libre de todos los seres y todas las condensaciones raciales y sociales y religiosas…” (pág. 134).

Y hay que aclarar que el enlace entre esos dos acontecimientos fundamentales de nuestra historia y, particularmente de la historia del siglo veinte dominicano, no es casual ni traído por los cabellos a la estructura y argumento de esta novela. Todo lo contrario: Pedro Mir explica la relación de continuidad entre los patriotas del 1916 y los del 1965; entre los gavilleros y los constitucionalistas. No en balde cuando en el capítulo dieciséis la mujer pregunta a Silvestre por su nombre éste le dice que se llama Juan Bosch.

En verdad, no solo el gavillero Silvestre—puertoplateñodeslumbrado ante el Macorís de los años cuarenta y devenido gavillero—puede ser Juan Bosch, también puede serlo aquel anciano venerable que pasea sus años sobre el lomo del Malecón de Santo Domingo con su tesoro de experiencias y sabiduría a cuestas.

Pero hay más homenajes. Pedro Mir aprovecha la fascinación de Silvestre frente al San Pedro de Macorís que tiene ante sus ojos para recordar las diferentes miradas de la ciudad y, sobretodo, la de “los poetas que han dado en llamarla Macorís del Mar después que Ligio Vizardi lo hizo” por primera vez.

Y poco después de comenzar la narración nos presenta al niño Silvestre soñador que va y viene de la escuela maroteando un mamón aquí, una guayaba allá y un mango acullá “y algarrobas o cajuiles y aguacates y caimitos o pomarrosas y caimoníes según los azares de la estación y de la fortuna… lo cual demuestra que los algasueños también roban y no solo los algarrobos también sueñan como sostiene un notable narrador de nuestros Díaz o mejor dicho de nuestros días…”. Huelga decir que alude a Los algarrobos también sueñan, de Virgilio Díaz Grullón.

Se puede escribir todo un ensayo sólo para analizar el papel de la mujer en  esta novela. Porque el mayor homenaje del autor es para la mujer y su estelar presencia a lo largo de toda la novela, que no es sino el testimonio del rol desempeñado por ella a lo largo de toda la historia del pueblo dominicano y a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Porque “está visto que un hogar es una mujer”; que el hogar “constituye el asiento de las dos grandes fuerzas motoras de la historia que son el alimento y el amor” y que “sólo una mujer es capaz de llevar calor y sentido a una cueva de hielo”; y que “…en todas partes y en todos los tiempos la mujer ha llevado una casa sobre sus hombros…”; así que “toda mujer lleva en sus entrañas como los caracoles un laberinto lleno de rumores oceánicos donde cualquier hombre puede encontrar el vértigo…”. 

Y deja claro de una vez, en el capítulo 20, que “toda mujer es hija y a veces madre de la violencia” y no pocas veces resulta que también “es novia y por añadidura amante de la violencia” como la madre de Urbana, “esa flor del movimiento gavillero”. 

De ese modo, la mujer está siempre en el centro de los cambios promoviéndolos, provocándolos o afirmándolos. Romanita y Suzy serán los ejes alrededor de los cuales giren las fuerzas que mueven a Bonifacio padre, pero a Bonifacio hijo también.

Analicia, la madre de Urbana y Urbana misma serán las fuerzas que muevan a Silvestre y esa unidad dialéctica hombre-mujer se expresará también en la relación campo-ciudad, propiedad comunitaria-propiedad individual, sociedad-individuo, porque “toda vida privada está engarzada en la sociedad de la misma manera que la sociedad está engarzada en cada vida privada”.

El estilo del autor

No sería exagerado decir que esta novela es al mismo tiempo un magnífico poema.

Disfruta como pocos textos de una elaboración que rompe la prosa convencional no sólo en lo que atañe a signos de puntuación, sino, sobre todo, en lo que se refiere al ritmo, a la construcción de los períodos y a todo el arsenal retórico de que se puede disfrutar en su lectura, ya de manera consciente para el lector especializado, ya de modo natural pero igualmente placentero para el lector o lectora que no se detiene en la carpintería de una obra, sino que se lanza al disfrute de ella como se lanzaría un nadador a la lujuriosa piscina que  lo espera.

La Memorabilia situada después del capítulo dos, por ejemplo, es poesía de ritmo pausado como el caminar de sus dos protagonistas y, como los recuerdos de ellos, pletórica de imágenes. 

El ritmo lento del pasear de los dos personajes parece evocar a Machado porque, en ambos casos, “la tarde cayendo está”, y quizás ellos con la voz de Machado formulan la misma pregunta: “¿Adónde el camino irá?”.

Con esos versos termina la novela precisamente antes del Epílogo precoz que deja claro que la historia que inició con las Devastaciones de 1605 y 1606 y continuó hasta las invasiones de EEUU en 1916 y 1965 y, por tanto, la misma novela aún no han terminado. De ahí lo prematuro de ese epílogo.

El anciano que pasea “deslizándose con soberbia suavidad y lentitud sobre el lomo de la avenida que bordea la costa”, ese “incomparable tesoro… por haber sido testigo palpitante y activo de la vida  histórica de este país y por ser un fragmento de su patrimonio popular” es el paralelo masculino de aquella mujer que igualmente “desfila con  igual suavidad y lentitud… sobre el lomo de Riverside Drive, la famosa avenida aledaña al Río Hudson en la ciudad de Nueva York, tesoro ella también de “vivencias nativas” y a quien llaman La Bonaerense, no porque sea de Buenos Aires, sino porque es de Bonao (y aquí asoma la vena humorística del autor que salpica no solo a esta novela, sino a toda su obra). 

Si aquel anciano es memoria viva y testimonio palpitante, no lo es menos “la bonaerense” quien, además, representa aquí de manera palmaria a los centenares de miles de dominicanos y dominicanas disparados hacia la emigración luego de los acontecimientos de abril de 1965.

Esta Memorabilia que pudo haber sido capítulo tres de la novela nos conecta con el capítulo veintidós ya casi llegando al final del texto. Estos dos personajes, uno en el Malecón de Santo Domingo y otro en Riverside Drive, en Nueva York, son la profecía leída por la gitana en la palma de la mano de Urbana.

Es decir, ambos son la condensación o resumen de Villamán, Silvestre, Bonifacio padre y Bonifacio hijo, Gilbert, los gavilleros o el mismo narrador ante la invasión yanqui de 1916 y la de 1965, y ella es Romanita, Suzy, Analicia y sobretodo Urbana y la emigración dominicana y el encuentro o convergencia de nuestra Historia no ya en el país sublevado en la Capital en 1965, sino en esta novela que, sin ser un acto notarial “de esos que gozan de la fe pública”, es igualmente un testimonio de amor tan irrefutable como los hechos que narra.“¿Adónde el camino irá?… La tarde cayendo está”

Otros recursos linguísticos

Estamos frente a un gran maestro de la lengua. Riquísimo el lenguaje. Pródiga la prosa en recursos literarios. Algunos sobresalen entre las predilecciones del escritor: 1. La aliteración: “ríspido arrastre de la ráfaga Rufa…”; “reto roca y rudo ruido y riesgo…” (Pág. 64), “zumbar las zetas” (pág. 96); “…del uno al otro confin fin fin fin”. Es muestra de esa pasión del poeta por el sonido de las palabras y por sus posibilidades rítmicas y sugerentes.

2. La adjetivación, que en ciertos momentos puede llegar al epíteto, es otro de los recursos preferidos de Pedro Mir. Dos elementos convergen para justificar el recurso a este instrumento: uno, la erudición del autor quien es también formidable poeta y prosista; y, el otro, la naturaleza dominicana con sus montes y la fertilidad de sus tierras.

A veces el flujo de adjetivos o palabras ejerciendo esa función son deleite del autor, pero al mismo tiempo, y aunque parezca contradictorio, procura comunicar precisión a lo que describe: “…país antillano en cuya población semibucólica y semicosmopolita se entrecruzan los rumores campestres… con el bullicio ciudadano…”; “…perspectiva femenina igualmente sencilla y si se quiere modesta y clarapor consiguiente inusitada y desconocida vale decir memorable y severa…” (págs. 37 y 38).

3. La prosopopeya aparece también aquí y allí como cuando aquel personaje pasea “con soberbia suavidad y lentitud sobre el lomo de  la avenida…”; y, de hecho, las propias tierras comuneras son un personaje central de la novela…

4. La paronomasia parece asaltar al lector aquí y allí en ese afán del escritor por jugar con las palabras y sus sonidos como juega el viento con las hojas de los árboles y corre el agua por los innumerables ríos y cañadas de las tierras comuneras a las que él describe muy bien en La noción de periodo en la Historia dominicana: “…más conservadora que conversadora…” (pág. 189); “…deslumbrados y a veces deslumbrantes…” (pág. 256); “…cantaba con una voz encantada…” (pág. 261); “avenida costanera que bordea el costado sur…” (pág. 267) “…a menos que un azar imprevisible pusiera en manos…” (ibid.); “…vivencias y convivencias…” (ibid.)5. La reiteración, a veces redundancia, con la paradoja y la metáfora pululan con imágenes que buscan retratar la tierra donde se asienta la patria, novela del paisaje y de la relación campo-ciudad, constante, perenne y contradictoria: “…una visión más exacta y masticable de la realidad real y no imaginaria…” (268); “…aquel pasado iluminado por el fuego de  las grandes devastaciones…” (269); “…viejos de tan vieja ancianidad…” (ibid.); “…vale decir hacia el futuro vale decir hacia lo desconocido vale decir hacia la esperanza…” (265); “…a ese punto próximo pero infinito…” (ibid.); “…hasta que se disolvieron en el paisaje purpúreo hasta que se perdieron…” (ibid.); “…el sol del atardecer les caía por delante bañando en una sangre hermosa aquella parte del cielo…” (pág. 265).

A los estudiosos de la variante lingüística que hablamos los dominicanos o español dominicano …